lunes, 6 de diciembre de 2010

Había una suerte de verdad soslayada que no le salía explicar. Siempre la misma certeza incitaba a demostrar lo imposible. La vida no podía ser solo lo que estaba a la vista de cada quién. Gastaba almanaques calculando donde se hallaba el vértice del círculo y la grieta cóncava de lo recto. Cuestiones tales cómo la vida del otro lado del espejo, la otra cara de la luna y la silmutáneidad de millones de seres haciendo infinidades de cosas de carácter ambiguo sin razón aparente lo desvelaban.
Contando con otra perspectiva pretendía desgajar paradigmas impuestos, pero solo no podía. Terminarían por encerrarlo y obligarlo a consumir aquella píldora que reproducía las mismas sensaciones vanas de la mayoría. Él era parte de la minoría, entonces la censura, la exclusión, el maltrato.
Podía consumir la píldora a los efectos de evitar verdades develadas, incorporarse dentro de la obediente masa amorfa que repite y repite y repite y así hasta el infinito, la misma cantidad de actividades y sentimientos que ya otros tantos, podía…
No entendía la fidelidad que provocaban las religiones, la sola creencia de creerse amparados por algo/ alguien prodigioso le parecía una tremenda barbarie. Todos acabaríamos siendo gusanos, comida de bichos, abono de vegetales. Cómo podía tanta gente realizar incontables sacrificios a la orden de algo impuesto, algo enseñado y por lo tanto construido. ¿Por qué la necesidad de sentirse protegidos, escuchados y perdonados? ¿Hay que rendir cuentas?
Unidades de tiempo incapaces de instaurar singularidad tenían que deberse a algo que definitivamente no era sencillo de descifrar.

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