domingo, 26 de junio de 2011

Bis

La vida no podía ser solo esto y si no había nada más ya me había aburrido.

Siempre lo mismo, las mismas idas y vueltas, respuestas similares, histerias, desamores, comienzos y finales.

Nada me sorprendía ni me dejaba sin nada que acotar. Los remates desgastados de tanto uso ni siquiera me provocaban una sonrisa.

Tenía que tergiversar el rumbo o hundirme en el conformismo de cientos de mediocres.

El alcohol me ayudaba hasta el lunes de cada nueva semana cuando me subía a mis tacos y lucía soberbia la careta de chica que todo lo puede. 

El problema resurgía cada noche expresado en interminables insomnios, opresión en la garganta y la amarga sensación de contar con un potencial censurado y centenares de gritos ahogados, acallados con el objeto de guardar las apariencias, de ser tolerante y correcta, de ajustarme al lineamiento impuesto, no vaya a ser que a uno lo tildaran de inadaptado.

¿La solución? Patear el tablero, arrancar una vez más sin ser la mejor, sin tantas exigencias absurdas, sin tanto perfeccionismo, arrancar siendo lo que era.

Pero… ¿qué otra cosa era sino este manojo de ansiedad y auto-exigencia?

Entonces lo conocí, leía La Divina Comedia. Oculté lo mejor que pude mi 4to. libro de Harry Potter y le consulté dónde había comprado su negra campera de cuero. Me respondió que en el local de al lado de la librería donde yo había adquirido el libro del mágico muchachito de anteojos con una rayo en la frente.

Y vuelta a empezar con una historia con “The end” predecible, claro.

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